lunes, 7 de marzo de 2011

Narcoiglesia

 


Obras de la serie La rebelión de los iconos, realizadas con cobijas auténticas de personas asesinadas en Sinaloa. Fotos: Jesús García





¿Lo personal es político? ¿Tendrá sentido contar aquí la temprana orfandad de una madre, la mía, obsesionada con la violencia de su tierra? Antes de responder, permítaseme contar que hace dos semanas se presentó en Ex Teresa Arte Actual “La rebelión de los iconos” exposición de Rosa María Robles, la artista sinaloense que escandalizó a las autoridades de su natal Culiacán, en 2007, a causa de la “Alfombra roja”, pieza compuesta con ocho cobijas ensangrentadas previamente usadas por el crimen organizado para envolver los cuerpos de sus víctimas. Robles no exponía en la Ciudad de México desde hace 20 años, cuando todavía hacía escultura en troncos de madera. Aún así, el jueves 17 de febrero el numeroso público llegó temprano a la Capilla del Señor de la iglesia de Santa Teresa la Antigua, hoy el museo Ex Teresa.
La ahora video-instalacionista y artista del performance presentaría, media hora después, una acción presidida por las copias en gran formato de dos autorretratos fotográficos (los originales son parte de la exposición “Navajas” que aún estaba en el Centro de Arte Contemporáneo Wifredo Lam de La Habana). Por coincidencia me crucé con Robles en la esquina de Moneda, cuando ella iba a grabar, lo vería después en el video, la ceremonia donde la bandera nacional es tomada en brazos por los soldados. No sabía que hasta las 19:30, en la escalinata del altar, un hombre vestido de negro, con tatuajes y piercings, extraería a la artista 600 mililitros de sangre. El acto no me impresionó, aunque a mi lado una chica se asustaba cada vez que la sangre era depositada en una bolsa transparente de hospital. Hasta entonces —sin haber visto las imágenes donde esta artista, que me interesa mucho, encarna a La Piedad de Miguel Ángel—, su propuesta estética no me había sido suficiente porque la sangre es un lugar común del género del performance. Y también porque la sentí como efectismo.
Cuando Robles caminó entre el público, rumbo a un muro tapado con periódicos, me rezagué detrás del gentío. Atrás quedó una estrecha alfombra blanca que se detenía ante el altar. Me subí a una columna junto con dos adolescentes pero ni así vimos cuando ella depositó su sangre en un cáliz dorado y la untó desordenadamente sobre otro lienzo. Esto que describo lo vi al día siguiente en el video donde se registró la acción, una obra mucho más lograda que el performance, mucho más elocuente y auténtica en su carga dramática gracias, tal vez, a la distancia impuesta por la cámara. Cuando por fin me colé, el lienzo manchado con la sangre de la artista —su protesta porque por ley no puede usar las “auténticas” mantas de los “encobijados”—, ya cubría un taburete alto. Sobre él estaba el cáliz. Inesperadamente alguien dijo: “Ya chole de mole”. Varios reímos discretamente. En el muro había un mensaje hasta cierto punto retórico: “La sangre que de mi cuerpo he vertido pretende poner sobre el altar de esa institución su relación oscura, oculta y a menudo descaradamente abierta con el narco... la narcoiglesia”.
Lo que sí me cimbró, en cambio, fueron las obras situadas en los extremos de la nave: La Piedad y El Ángel de la Independencia, ya mencionadas. Allí se alude al crimen organizado empleando, de nuevo, las cobijas del narcotráfico. Pieza excepcional, la video-instalación de La Piedad es una reinterpretación inteligente y actual de Miguel Ángel. Ahí la artista sostiene en brazos una cobija ensangrentada que semeja un cuerpo en desmayo. A sus pies la proyección de 365 fotografías de cadáveres, de Fernando Brito, premiado por World Press Photo 2011 por una de esas fotos, se convierte en una experiencia dolorosa de este México convulsionado. Pude verlo en las miradas del público. Allí, de hecho, le di el golpe a exposición. Ahí me abismé en el recuerdo de mi madre obsesionada con su padre asesinado. ¿Lo personal es político? ¿Tiene sentido que narre la temprana orfandad de una madre, la mía, abrumada por la violencia en su Culiacán amado? Lo sabré en otro momento, en otra crónica mucho más extensa. Ahora sólo queda decir que volví a Ex Teresa dos veces más. Una persona compasiva, encarnada por la artista pero también por mí, había sentido piedad, sin saberlo, por aquella niñita huérfana que fue mi madre en los años cuarenta. (Milenio)

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