sábado, 23 de abril de 2011

Y, SIN EMBARGO, ES ARTE

Edgar Covian, Trinidad, 2006

Una discusión sobre el arte contemporáneo
¿Debe haber una separación tajante, irreconciliable, entre el llamado arte tradicional y el contemporáneo o conceptual? La autora de este artículo discute las opiniones de la crítica Avelina Lésper y del pintor y también crítico Dale Kaplan.
Al parecer, tenemos que acostumbrarnos a que siga retoñando la mata de la añeja discusión sobre el arte contemporáneo vs. el arte tradicional (por así decirlo, digamos el tipo de arte que utiliza las narrativas y recursos clásicos), y aunque para muchos resulta a esta alturas, como afirma el artista Cristián Silva, “Un déjà vu estéril hasta para el más trasnochado espectador de la lucha libre”, hay para quienes no sólo es tema vigente, sino que hasta luciera que lo asumen como cruzada y sienten el llamado para desacreditar tajantemente y sin concesión alguna a todo aquel que no produzca obra principalmente con dos tipos de formatos: pintura y escultura.
Y mientras existan posturas tan arcaicas y radicales habrá que remitirnos, las veces que sea necesario, a los argumentos y las herramientas básicas que todo aquel que ha decidido subirse al barco del arte debería tratar con absoluta conciencia.
Tenemos el caso de Avelina Lésper, una prolífica crítica de arte que ha brillado en la escena por ser fiel portadora del estandarte en pro de la desmitificación del arte contemporáneo; entiéndase, en este caso, el arte que opta por el pluralismo narrativo. Esta capitalina acusa al arte que no esté en formato pintura o escultura de simplemente no ser arte: así nomás. Contundente como ella es, condena a estas disciplinas como farsas, copias, plagios, ridiculeces y demás adjetivos (que, por cierto, le gustan mucho). Sin el afán de convertir esto en un mamotreto metacrítico, habría que anotar que la crítica respetable es aquella que no se encuentra erguida sobre un tono imperativo, con escasa argumentación teórica, en el que se pierden la posibilidad de voces distintas, además del respeto. Por otro lado, es casi imperdonable desdeñar a los teóricos surgidos desde hace cinco décadas que junto con los artistas han construido al arte; los descalifica argumentando, como resguardo y con tal desfachatez, que es teoría generada a partir de un simple interés y condescendencia al sistema comercial.
Lésper denuncia con admirable ahínco las tretas del mercado del arte, pero probablemente esté poniendo el dedo en una llaga ya casi cicatrizada, pues se limita a poner en evidencia los precios de las piezas en las ferias de arte para hacer mofa de su valor en relación con su manufactura, lo que resulta en gran medida banal —pues no profundiza en los mecanismos que mueven el coleccionismo—, pero sobre todo inocente. Los artistas, por supuesto, están conscientes de lo tramposo y desesperanzador que resulta el sistema del arte, y éste puede hablar de sí mismo y su estructura mercantil, tal como hablaba el impresionismo sobre la pintura. “El arte contemporáneo verdaderamente se divierte, jode, hace estallar sus bombas pero creo que se divierte demasiado, que jode en una sola pista y hace estallar sus bombas en el patio. Se divierte en exceso y en ello reside su débil crédito”, dice Francisco X. Estrella, ensayista ecuatoriano. Y si bien muchos artistas contemporáneos han llevado su trabajo a una línea de comodidad repetitiva, no por eso deben vituperarse las obras trascendentales en la historia.
Es poco ético y sobre todo poco fructífero juzgar a los artistas en relación con su condición social, como hizo recientemente Dale Kaplan en su texto “Pintura y verdad, arte contemporáneo y disimulación”, publicado por La Jornada Jalisco, en donde señala al “grupo pastoreado por Patrick Charpenel” como “jóvenes empresarios y demás gente bien de la avenida Américas para allá”. En este mismo artículo en donde Kaplan hace una revisión de la recién acontecida “Ruta Orozco (la exhibición de obra pública, a cargo de algunos adeptos del ‘arte contemporáneo’)” insiste en el menosprecio por parte de los “conceptualistas” hacia la pintura, sin tomar en consideración que dos de sus artistas participantes, Edgar Cobián y Rubén Méndez, usan, entre otros medios, la pintura. Artistas que, por otro lado, no representan a la “gente bien” cuya existencia tanto le incomoda a Kaplan.
En el lenguaje del arte importa tanto la técnica como el fondo. Y si bien se habla de herramientas, éstas no sólo son la pintura, el grafito o la piedra; el lenguaje artístico puede ir a otros lugares con la utilización de objetos y acciones, que dispuestos e interpretados unos junto a otros pueden convertirse en un ejercicio formal que aunado a un discurso pueden convertirse en obras contundentes. Nos preguntamos, así, en dónde situarían ambos críticos a un artista como Javier Pulido, quien pinta óleos con la maestría impecable y formal por la que tanto clama Lésper, pero quien también a su vez realiza juegos performáticos bajo el heterónimo “Patrick Mallow” que ejecuta dignamente una sátira que alude al rockstarismo dentro de los escenarios creativos.
El arte, pues, es lenguaje. Utilizando la teoría de Saussure como método ilustrativo, supongamos que un lingüista que con rigor observa a la lengua en su estructura diacrónica, es decir, la evolución de su morfología a través del tiempo, estudia y analiza sus mutaciones: no las juzga, pues de ser así exigiría justicia con el castellano al demandar que regresáramos al ansina o al agora, tal y como plantea que hagamos Avelina con el retorno a las formas clásicas del arte: éste, al igual que la lengua, es una entidad con vida propia. Ahora que si la intención de nuestra heroína fuera proponer una contrapropuesta al arte que hoy se dice contemporáneo, debería hacerlo, y muy respetable sería, partiendo de la teoría vigente y no desde la previa al surgimiento de nuevas formas; si somos capaces de ver el presente con suficiente claridad, vamos a hacer las preguntas correctas del pasado (John Berger, Ways of seen, Cap. 1).
El arte, además, puede traer para sí fundamentos que no sólo le atañen a él mismo, sino que también echa mano de la sociología, la antropología, la ciencias exactas, así como la lengua echa mano, por así decir, de préstamos lingüísticos para enriquecerla.

                                    Obras de Patrick Mallow      









(Texto y fotos: Revista Replicante)

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